Te gustaba mirar mis ojos azules y las pecas sobre mi nariz. Las admirabas. Solías contarme miles de historias fantasiosas acerca de tu infancia, pero la que yo adoraba sobre todas era la de los veranos en el cortijo de tus abuelos. Pero claro, eso era el pasado. Algo que, no sé por qué, te gustaba evocar a diario, quizás porque fueron tiempos mejores.
Éramos distintos e imposibles. Y cómo no, a medida que las manecillas del reloj se movían, mucho más adultos. Adultos que tomaban de postre tiramisú en no sé qué rue turística de París. Adultos que se miraban y ya no sentían nada. Adultos que se tocaban y ya no se les erizaba ni lo más mínimo el vello. Adultos que, en definitiva, habían comprendido eso de que el tiempo pasa factura y que, aunque de pequeños nos neguemos y luchemos contra ello, las cosas cambian y por experiencias propias o azares del destino, las cosas ya no son lo que eran y las personas menos. Esto podría explicarlo fácilmente diciendo qué es cómo tocar el botón rojo tan llamativo de una máquina. Pues bien, esa máquina representaría a la vida y el botón llamativo de color pasión, serían las experiencias por las que pasamos a lo largo de los años de nuestra vida.
Así, parecía que alguien no autorizado por ninguno de los dos, había apretado el botón y esa afinidad, química, o cómo quieras llamarlo, que existía entre nosotros dos había desaparecido, por lo que ya se terminaron los tiramisús en le boulevard des Italiens. Ahora éramos más de macaroons en Roma. Quizá no habían cambiado tanto las cosas entre nosotros. Al fin y al cabo, seguíamos siendo distintos al resto.